
La existencia de bocetos figurativos en las pinturas murales trazadas por seres que vivieron en la Edad del Hielo acaecida 15.000 años antes de Cristo, indica que el deseo de representarse a sí mismos es casi instintivo para los seres humanos. Estos dibujos no son retratos, sino representaciones de animales y de figuras anónimas ejecutadas de un modo vivaz, estilizado. En comparación, el retrato, tal como se entiende hoy, es una forma artística relativamente reciente que se remonta a unos 2.500 años, y que surgió de un tipo de civilización que sentía necesidad de celebrar o de conmemorar la individualidad.
Durante determinados períodos el retrato ha estado mucho más en boga que en otros. En el Medioevo, por ejemplo, fue casi inexistente porque las obras de arte se realizaban exclusivamente a la gloria de Dios. El Díptico de Wilton inglés incluye una representación del Rey Ricardo II (1367-1400) arrodillado ante la Virgen: Lo único que hace posible identificar al rey son los emblemas del ciervo en su manto. Tanto antes como después de dicho período, la intención de gran parte del retratismo occidental no era representar un carácter individual sino a una persona en el desempeño de su función social, política o religiosa, celebrando por consiguiente el estatus o la riqueza. A veces, y por motivos similares, los retratos se han ejecutado en el marco de composiciones mitológicas o históricas. Puede constatarse, sin embargo, que durante el Renacimiento y después de él, han coexistido dos modos paralelos de entender el retrato. Para ciertos artistas lo importante era la plasmación de la personalidad real del retrato, a expensas en ocasiones de su reputación y de los futuros encargos de sus protectores. Los artistas que, cuando la ocasión lo requería, ejecutaba retratos de gran parecido, solían ser capaces de ganarse la vida, mientras que para quienes pintaban al dictado de sus propios intereses o en busca de la verdad esto no era así.
Si un retrato se describe como de «gran parecido» ello implica que la suma de los rasgos es instantáneamente reconocible para cualquiera que haya visto al modelo: suele asumirse que los retratistas de primera categoría eran capaces de ofrecer a sus protectores una similitud de esta índole. La mera reproducción fiel de los rasgos del retratado no revela necesariamente, sin embargo, gran cosa sobre éste, ni la calidad de la obra. La cálida respuesta del espectador que contempla los retratos de los Grandes Maestros –retratos de hombres y mujeres desconocidos para él- obedece con frecuencia a la percepción de una suerte de simpatía o entendimiento entre el retratista y el retratado. Algunos grandes artistas han tenido la capacidad de plasmar este sentimiento sin perder el respeto a quienes retrataban.

Podría afirmarse, pues, que el retrato más revelador es el autorretrato, donde los caracteres externos e internos pueden plasmarse sin que sea necesario pasar por el inhibitorio trámite de adaptarse a la peculiaridad de otro ser. El autorretrato podría considerarse como el intento último de combinar el yo exterior y el interior. Al mismo tiempo, la disciplina precisa para ello de la complejidad del proceso de observar rasgos y expresiones y trasladarlos después al papel o al lienzo. Los memorables autorretratos de Rembrandt configuran un registro visual del inevitable decurso del tiempo.
A diferencia de su contemporáneo Rembrandt, el pintor español Velázquez (1599-1660), no produjo más autorretrato que el de Las Meninas, pintado ya en plena madurez. Esta tela incluye un autorretrato que es, en realidad, una imagen del artista tal como lo ven los otros. La obra es un comentario sobre la pintura de retratos. El rey y la reina de España, modelos oficiales, no aparecen salvo reflejados en el espejo. El espectador se transforma en modelo, ocupando la imaginaria posición de la pareja real. En esta paradoja visual Velázquez parece confrontar la naturaleza de la realidad, obligando al espectador a hacerse consiente del engaño que supone aceptar la ilusión pictórica.
El uso del realismo en pintura pretende crear una determinada ilusión. El artista presenta la pintura como si fuera parte del mundo real, como si el espectador estuviera contemplando la escena elegida a través de un ventanal. El realismo, en pintura, podría definirse como una representación del mundo natural tan reconocible como se pueda mediante la perspectiva, el tono y otros artificios pictóricos. Con la aceptación del realismo en el mundo occidental, sus intenciones fueron haciéndose confusas hasta llegar al generalizado error según el cual el único propósito de la pintura era remedar el mundo natural. La importancia atribuida a este realismo configura un dilema esencialmente occidental.
Las culturas orientales no han olvidado jamás la distinción entre el mundo visual y el mundo de artificio que supone la superficie plana de un cuadro. El punto de vista oriental queda reforzado por la forma en que la visión occidental de la realidad, representa el lienzo en el papel, ha cambiado con el transcurso de los siglos; ella es, en sí misma, una prueba más de la imposibilidad de realizar un retrato objetivo.
El arte no es la vida; la fascinación de dibujar o de pintar reside en la revelación de visiones personales.
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