Imbuido en el poder de sus facultades, Leonardo da Vinci escribió en su juventud «Yo voy a realizar milagros». Ahora bien, en el instante de su muerte, en 1519, a la edad de sesenta y siete años, cuando su reputación se extendía por toda Europa, se hubiera podido creer que en efecto el había podido realizar numerosas hazañas.
Llegado desde un humilde pueblo de Italia del Norte, se transformó en el “favorito” de los palacios y cortes de príncipes, reyes y papas; había abierto un nuevo mundo de belleza a las futuras generaciones de artistas mostrándoles cómo tomar la verdad interior de los objetos; se consagró a tantas ramas de la ciencia y con tan ardua intensidad que aún hoy se discute en qué dominio fue más magnánimo _ como ingeniero, como anatomista o como naturalista. El ideal supremo de la época en la cual vivió: El Renacimiento era el hombre universal, capaz de llevar a cabo todas las proezas, todos los descubrimientos, ya fueran estos de índole militar, político o intelectual. Pero Leonardo, esencial-mente un espíritu plural, murió sumido en la tristeza, creyendo no haber sido capaz de completar obra alguna. (…) Pero ¿Por qué tantos elementos de su arte quedaron incompletos? ¿Por qué tan pocas máquinas de su ingenio son realizables y útiles? El mismo Leonardo se lo preguntaba. Quizás la explicación se halle en una suerte de insatisfacción que le era propia. Giorgio Vasari su biógrafo y su contemporáneo hacía alusión a eso cuando escribía: «Su conocimiento del arte le ha impedido acabar muchísimas cosas que había comenzado pues él sentía que su mano era incapaz de realizar las perfectas creaciones de su imaginación». De hecho, es precisamente la inteligencia y el espíritu de Leonardo que ha perdurado en la memoria de todos los tiempos, aún más que sus obras maestras y sus inventos. Si no ha podido obrar milagros –como él esperaba- su vasto genio lleno de erudición ha otorgado un nuevo rostro y una nueva vida a la civilización occidental.
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Sobre el Tratado de la Pintura...
"La Ventana del Alma"
Siempre he tenido mucha fe en el artista que habla de sí mismo; y creo que las mejores relecturas de un texto se llevan a cabo siempre que se logra alcanzar el mundo intencional del autor. Tanto más debo creer en Leonardo que tan consciente se mostró de sus cosas que nos dejó, no ya el primer tratado de la pintura (pues en esto le había precedido en el siglo XV al menos Alberti), sino la primera de las “poéticas” en sentido moderno que artista alguno haya intentado elaborar: y tal como para inaugurar al mismo tiempo una “manera moderna” de la pintura y un nuevo universo espiritual, en la medida en que el sentimiento de estar en posesión de una nueva visión del mundo lleva consigo un discurso íntegro y revolucionario en torno a los instrumentos de su representación práctica.
Precisamente por esto, el libro que más me gustaría hacer sería un Leonardo ilustrado por Leonardo: no se trataría de un Leonardo pintor comentado a través del Tratado de la Pintura, sino precisamente todo el Tratado de la Pintura ilustrado con imágenes sacadas de su obra pictórica. Sería, entre otras cosas, un modo de adquirir mejor para nuestra común conciencia cultural uno de los máximos textos de la prosa italiana, el mayor del siglo XV y el único que, por más que se mire, tiene en común con los de Maquiavelo la actitud mental y los métodos expresivos, aquella tensión y pasión de la experiencia que debe reducirse a ciencia y aquel lenguaje todo nervio y músculos de pensamiento que saltan después, por fuerza de síntesis, en leyes y sentencias de “concluyente brevedad” como dice Leonardo, en que quizás se da el ápice de la prosa renacentista italiana. Pero, hacer ese libro, sería sobre todo un modo de situarnos en el corazón mismo de los intereses de Leonardo y mirarlo de la manera en que él quiso ser mirado. Pues no hay duda alguna de que con su Tratado atendió a muchas cosas, pero sobre todo quiso escribir un “modo de ver mi pintura” incomparable por la manera en que te permite entrar en contacto con sus problemas y te introduce en sus ideales de arte, al mismo tiempo que educa tu ojo, de manera que tu vista sale acrecentada en las posibilidades no sólo de penetrar su pintura, sino incluso de mirar con renovado sentidos la realidad.
Lee, por ejemplo, alguna de sus definiciones de la pintura (“La pintura es composición de luz y de sombras, combinada con las diversas calidades de todos los colores simples y compuestos”) y te ves inmediatamente llevado a una enjuta consideración de los hechos formales, despojándote de todo residuo de escorias sentimentalistas que pudieran estorbarte la visión de Leonardo. Lees allí también que “quien ríe” debe tener “las cejas altas y espaciosas”, y ya tienes algo que te introduce en la sonrisa de la Gioconda mejor que los mil discursos que se hayan escrito sobre ella. Y lees su famoso pasaje: “fíjate… al atardecer, en los rostros… cuánta gracia y dulzura se ve en ellos”; o aquello de que “las suaves luces acaben insensiblemente en las placenteras y deleitosas sombras”; y que “la carne tiene algo de transparente”; y que “la luz desciende de lo alto no cae sobre aquellas partes a las que hacen de escudo los relieves del rostro, como las cejas que sustraen a la luz la cuenca de los ojos, la nariz a gran parte de la boca y el mentón a la garganta”, e inmediatamente se multiplican las pruebas y te hallas en condiciones de llegar mejor a la raíz de una investigación afinada hasta los límites de la capacidad perceptiva del ojo, no saciada siquiera con la variedad de sombras y contornos porque (dice otra regla, en la que está todo el manierismo) “las sombras que… visten un cuerpo irregular serán de tan diversas oscuridades… cuantas sean las varias posiciones del cuerpo en su movimiento circular”. O quizás te acercas a la sentencia sobre los colores y hallas, entre otras cosas, que “casi nunca podemos decir que la superficie de los cuerpos iluminados sea del verdadero color de dichos cuerpos… si la luz que los ilumina no es totalmente de dicho color”; y también encuentras escrito: “ningún color que se refleja en la superficie de otro cuerpo tiñe dicha superficie con su propio color, sino que se mezclará al concurso de los otros colores reflejados que resaltan en el mismo lugar” ; e inmediatamente, yendo de cuadro en cuadro, estás en condiciones de mirar con redoblada sensibilidad los cambiantes verdes, azules, rosa, pardos, en las encarnaciones, en los vestidos, en los elementos de contorno y –por ejemplo- comprendes mejor el porqué del diverso diluirse de la luz sobre las dos figuras de la Anunciación de Florencia.
O consideras las reglas de la “multiplicación de los aires” y en particular ésta: “todos los cuerpos juntos y cada uno por sí llenan el aire circundante de infinitas semejanzas suyas”, y tienes al alcance de la mano una de las razones de la magia de Leonardo, aquella lírica multiplicación de reenvíos resueltos (piénsese en la Virgen de las Rocas) en altísima amalgama de asonancias tonales.
Y además está la enorme masa de observaciones referentes a los “actos demostrativos”, a los movimientos de miembros, a los músculos, a las posiciones de los cuerpos; y al leerlas tienes mil incentivos para seguir el infinito cuidado puesto por Leonardo en variar expresiones y movimientos, y su esfuerzo para fijar en rigurosa relación la “pasión” y el “acto” de una figura (porque, afirma él mismo, anticipando también ahora mucho gusto manierístico, “es más laudable aquella figura que mejor expresa con el acto la pasión de su ánimo). Y encuentras además en el Tratado los preceptos referentes a las plantas, que Leonardo quiere ya verdeamarillas, ya azulencas, y de las que será “mucho más oscura… aquella parte que termina en el aire”, y que es aconsejable hacer “como las ves de noche con poca luz, porque las verás también de color oscuro atravesadas por la claridad del aire”; y tu ojo se enciende a los mil detalles y goza mejor “los verdes más bellos” que pintor alguno nos haya ofrecido y el delicadísimo taraceado del follaje a espaldas de la Benci, en Washington, y la extraordinaria variedad tonal de los árboles alineados al fondo de la Anunciación.
O por último, si quieres recogerte a meditar sobre el inagotable atractivo de la perspectiva aérea” de Leonardo, sobre el aire abierto saturado de azul de sus fondos, sobre su mezcla con el blanco y el rosado, te sale al encuentro de nuevo el Tratado y lees en él que “la gran distancia en sí mucho aire” y, por la gran cantidad que hay “entre el ojo y las montañas, éstas parecen azules, casi color del aire”; y “los campos participan del azul tanto más claro cuanto más bajo lo haces venir”; y si además “el sol enrojece las nubes del horizonte, las cosas que por la distancia se vestían de azul participarán de esa tonalidad rojiza”; y además hay que “poner en las cosas alejadas del ojo solamente las manchas, no terminadas sino de límites confusos” y hacer de ellas “la elección cuando está nublado o es entrada la noche”.
Y así podríamos proseguir a lo infinito. Pero se advierte que aun con esto el problema de Leonardo continúa en pie en cuanto se intenta remontar de los resultados a las premisas y al tipo de relación que él mismo instaura entre práctica y teoría y, de modo más amplio, entre ciencia y arte: porque la ciencia vale en primer lugar para designar el rigor metodológico que Leonardo exige del pintor; pero inmediatamente le plantea también el problema de una noción científica de la naturaleza. Y precisamente esta “naturaleza” elevada a ciencia y tanto más amada cuanto más desvela la necesidad matemática de su conducta: de aquí se sitúa en el centro de sus intereses de pensador y es el fundamento mismo de su concepción del mundo; por ello se convierte en el tema primero de su investigación artística y casi en el contenido mismo de su visión de pintor. Y hay más, como es natural, en cuanto se valora la extraordinaria cualidad innovadora de aquella concepción y visión, que además de poseer el atractivo de todos los grandes comienzos y de hacer del “naturalismo” y el “cientismo” de Leonardo el origen de la ciencia moderna, si por otra razón, por la claridad con que intuyó la relación entre fenómeno, ley y experimentación, trajo consigo una verdadera revolución, que en cierto sentido dura aún, en el interior del eterno problema de las relaciones entre arte y realidad: la cual, por primera vez con su cientismo, antes que dato que reproducir se hace dato que investigar y, por tanto, intermediario de un no saciado experimentalismo que reúne sin descanso nuevos métodos expresivos o, al mismo tiempo, instrumentos de investigación de la realidad, en un esfuerzo que a la postre resultará hasta dispersivo, pero entre tanto, es el aspecto del artista que más lo acerca a nosotros.
Por haber dicho esto, no quisiera caer en el habitual error de apartar a Leonardo de su tiempo: por el contrario, fue hombre de su tiempo, y más que ninguno, ya en la medida que dio cima a un siglo de reflexión en torno al arte. Pero he aquí que si a primera vista parece recoger el precepto del arte como imitación, como se le consignaba una tradición multisecular fruto de las búsquedas del Cuatrocientos, pronto reconoces que aceptarlo y decir, por ejemplo, que “la pintura representa al sentido, con más verdad y certidumbre, las obras de la naturaleza”, no significa para él agotarlo enteramente. Sino, al contrario, acentuar más y mejor lo de “verdad y certidumbre” y querer perfeccionar los experimentos del siglo XV sobre la perspectiva y estudiar por lo menos tres de ellos – de las disminuciones de los cuerpos a distancia, de los colores y la perspectiva aérea- para realizar el soberbio sueño de un pleno dominio figurativo de lo real. Pero, sobre todo, significa embarcarse en la más azarosa de las exploraciones, porque “la naturaleza está llena de infinitas razones que nunca fueron experimentadas”, sin cuyo conocimiento “el pintor… es como el espejo que imita en sí mismo todas las cosas que se le presentan, sin conocimiento de ellas”; y querer, por tanto, remontar del exterior de una naturaleza indagada en sus causas, y exigir el método experimental para una búsqueda que, aún abriéndose en abanico – de manera que desde aquí lo lleva a la ciencia y de ésta al arte – sigue siendo dondequiera unitaria o, mejor aún, se mantiene abierta a un trueque continuo y traduce los problemas de la imitación y del arte en problemas de conocimiento y de ciencia (y a la inversa, naturalmente) y de la cuestión de cómo imitar sube a aquella otra de cómo vemos y de aquí a los “últimos principios” de la geometría, de la física y en particular de la óptica, y cultiva la magnífica e imposible ambición de traducir en integrales experiencias figurativas el conjunto de las leyes que investiga y de los universos visuales que descubre.
Pero ¿cómo de todo esto, que debería llevarlo al más radical de los objetivismos, sale un pintor totalmente lírico y hasta subjetivo, el más impalpable, el más capaz de visiones suspendidas en zonas casi de irrealidad? Ciertamente depende, al menos en parte, de sus restos de neoplatonismo que sin chocar con su cientismo (de la misma manera en que ambos convivían en la civilización a que perteneció), le sirvió de guía para fijar en “proporcionada armonía” la “belleza del mundo” y “los ornamentos de la naturaleza”. También de un todavía intacto estupor de la naturaleza, que aquí envuelve al hombre de ciencia (“toda acción natural está hecha por el camino brevísimo… ¡Éstos son los milagros!”), allí al escritor (“La luna lenta y grave, ¿cómo está la luna?”) y dondequiera, al artista; y en todo caso sigue siendo garantía del margen “poético” del cientismo de Leonardo. Pero depende en primer lugar de la cualidad de aquel cientismo que, a fuerza de querer ahondar en los últimos principios de las cosas y dar una naturaleza no ya retratada inmediatamente sino como mediada a través de su comportamiento interno, casi mina y destruye las cosas en prosecución de las causas; a fuerza de querer proponer al mismo tiempo lo visto y lo indiscernible, se espiritualiza como por exceso y hace del ojo de Leonardo una “ventana del alma”, como el mismo lo definió.
Y así podríamos proseguir a lo infinito. Pero se advierte que aun con esto el problema de Leonardo continúa en pie en cuanto se intenta remontar de los resultados a las premisas y al tipo de relación que él mismo instaura entre práctica y teoría y, de modo más amplio, entre ciencia y arte: porque la ciencia vale en primer lugar para designar el rigor metodológico que Leonardo exige del pintor; pero inmediatamente le plantea también el problema de una noción científica de la naturaleza. Y precisamente esta “naturaleza” elevada a ciencia y tanto más amada cuanto más desvela la necesidad matemática de su conducta: de aquí se sitúa en el centro de sus intereses de pensador y es el fundamento mismo de su concepción del mundo; por ello se convierte en el tema primero de su investigación artística y casi en el contenido mismo de su visión de pintor. Y hay más, como es natural, en cuanto se valora la extraordinaria cualidad innovadora de aquella concepción y visión, que además de poseer el atractivo de todos los grandes comienzos y de hacer del “naturalismo” y el “cientismo” de Leonardo el origen de la ciencia moderna, si por otra razón, por la claridad con que intuyó la relación entre fenómeno, ley y experimentación, trajo consigo una verdadera revolución, que en cierto sentido dura aún, en el interior del eterno problema de las relaciones entre arte y realidad: la cual, por primera vez con su cientismo, antes que dato que reproducir se hace dato que investigar y, por tanto, intermediario de un no saciado experimentalismo que reúne sin descanso nuevos métodos expresivos o, al mismo tiempo, instrumentos de investigación de la realidad, en un esfuerzo que a la postre resultará hasta dispersivo, pero entre tanto, es el aspecto del artista que más lo acerca a nosotros.
Curioso y sintomático: se habla del pintor, y la mente acude al pensador; y por más que te esfuerces por ceñirte a tu tema, sientes el mensaje de Leonardo siempre en el centro de nuestras alternativas, al menos por aquel dilema entre ciencia y arte que él nos transmitió y es todavía nuestro y por el cual, si no son utilizables entre nosotros sus respuestas –dado que a él le pareció susceptible de ser armoniosamente compuesto en una síntesis que a nosotros nos parece cada vez más lejana- son parte inalienable de nuestro hábito cultural las premisas- precisamente experimentales- de que partió y la levadura que por tal camino introdujo en las artes.
El hecho es este: que a medida que se adentra en las leyes de la óptica, descubre toda la cualidad fenoménica de cuando cae bajo nuestra mirada, y por una parte se da cuenta de su desesperante imposibilidad de reproducción, lo mismo en punto a volumen que en cuanto a perspectiva (y sabido es hasta qué punto estudió las diferencias entre imagen perpestivística e imagen retiniana – las llamadas aberraciones marginales – y las razones por las que “la pintura no puede parecer resaltada como las cosas naturales”); por otra parte, ve que la realidad no se ofrece en sí misma, sino sólo a través de los efectos que de ella deduce nuestro ojo; tales son lo claro y lo oscuro, tales los colores, y la misma perspectiva: efecto o ilusiones ópticas, se dice, modificables hasta lo infinito, según los puntos de vista, las distancias, las luces, las horas, por lo que no sólo “las cosas vistas de lejos son desproporcionadas”, sino que a cada momento “una misma cosa vista se manifestará de diverso tamaño.
Y entonces sucede que cuanto más matemática y objetiva quiera ser su búsqueda, tanto más descubrirá la subjetividad de nuestras sensa-ciones; cuanto más intenta realizarse como un modo absoluto de representar las cosas, tanto más lo siente relativo a nuestras facultades visuales y debe reconocer que “la ciencia de la pintura” consiste en definitiva en los “predicamentos del ojo” o, para decirlo con la frase de un moderno, que la relación del ojo con el mundo es en realidad una relación del espíritu con el mundo del ojo. Y quede bien claro que no se trata de ponerlo en tela de juicio por un relativismo que estuvo bien alejado de su mentalidad. Sólo se quiere decir que, tal como se hallaba situado y por las soluciones que le impusieron las leyes de la óptica y los estudios sobre la perspectiva, llevándolo a considerar el cuadro como un sistema de relaciones referidas a nuestro ojo, su intento de hacer sistemática y científica la representación del mundo exterior no podía menos de resolverse en una ampliación de la esfera de lo subjetivo y abrir de par en par las puertas al “yo” del observador. Así , pues, si es característico de la pintura medieval y de gran parte de la del siglo XV que la escena del cuadro viva como para sí, finalizada, acabada en un sistema de relaciones internas y en un rigor de significados que la hacen parecer indiferente a la presencia de quien la contempla, aún cuando hay un intento o una actuación de perspectiva (y se trata en realidad de un suceso devocional que tiene como espectador a Dios, y a nosotros sólo como testigos) , quizás la esencia más íntima de la modernidad de Leonardo consiste en haberla transformado en un suceso emocional del que uno mismo es protagonista en la medida en que no queda excluido, sino que, por el contrario, se siente atraído dentro, convertido en parte activa y le hace sentir que la obra espera completarse en el propio ojo –y en el propio ánimo- . Y tal vez esté aquí, en el nuevo papel atribuido al espectador, la razón primera de aquella especie de revolución copernicana que significó la aparición de Leonardo en la pintura y de los coloquios callados y profundísimos en que nos envuelve y del mismo margen de misterio que habitualmente le atribuimos y que en realidad nace, más que de residuos simbólicos, de su acción de ofrecerse a la intervención de nuestro espíritu que interpreta según un tejido siempre mudable y susceptible de nuevas impresiones (¿y acaso la fuerza evocadora de tantas cosas suyas no hace pensar un poco – y sin demasiados arbitrios históricos- en las famosas manchas en las paredes y en las nubes que Leonardo aconsejaba al pintor mirar porque ellas “el ingenio despierta a nuevas invenciones” y “sucede lo mismo que ocurre con el sonido de las campanas, que hallarás en sus tañidos todo nombre y vocablo que imagines”?).
Hay además, y debemos decirlo, otra razón de todo esto, si se piensa que el de Leonardo no es un universo estático sino que siempre se le sorprende en movimiento o en acto de modificarse; y entonces se adueña de nosotros el sentimiento de que el ser consiste en el tiempo y es un hacerse siempre cambiante y un devenir de imposible reiteración. “Mira la luz”, nos dice, “y considera su belleza. Parpadea y vuelve a mirarla: lo que ahora ves de la luz antes no estaba y lo que había antes ya no existe”. Y por esta inserción del concepto de tiempo en la tradicional idea pictórica de espacio por la noción de una naturaleza en la que todo fluye y se hace diverso (“el agua de los ríos que tocas es la última de la que se fue la primera de la que viene: así el tiempo presente”), se comprende la importancia que asume en Leonardo el tema del “cambio”, de lo inestable, delo indeciso, de lo variable, de lo que “va mudándose”, todo lo cual hace que en su pintura parezca que el ser se disuelve en una epifanía del devenir, hecho que es por instantes de altísima suspensión, pero instantes perfectísimos, a los que incumbe la conciencia de la cualidad efímera de la realidad, momentos bellísimos detenidos en el instante en que el declinar de la hora los encamina a su desaparición, presentes armoniosísimos, pero como quebrantados por el sentimiento de su imposibilidad de repetirse. “Oh maravillosa ciencia”, dice Leonardo de la pintura en un arranque en el que está todo el sueño de perfección del Renacimiento y también toda su fragilidad, “preservas en vida las caducas bellezas… continuamente variadas por el tiempo”.
De hecho toda la pintura de Leonardo está movida por lo mudable de la realidad fenoménica, semejante a aquella otra, tan fuerte en el científico, de lo mudable de la realidad física. Y como el científico intuye que los ríos, erosionando los valles, cambian continuamente el paisaje, o que la naturaleza se complace “en hacer continuas vidas y formas”, así el pintor resulta sensibilísimo a la infinita variedad que la intervención del tiempo introduce en las apariencias de la realidad. Y precisamente en esta clave de una visión suspendida y como cernida entre dos parpadeos y dispuesta ya a desgastarse me ocurre me ocurre a mí acercarme la mayoría de las veces a la pintura de Leonardo y sentir mejor el porqué de la inasible fugacidad de la expresión de sus rostros, de lo esfumado e inacabado de sus paisajes, de sus exploraciones de la sombra, de su interés por el gesto y el estado de ánimo que ya en el instante de manifestarse parecen próximos a desaparecer; y lo mismo de su predilección por las luces crepusculares y los fondos proclives al azul y los momentos en que la atmósfera se hace más indecisa e impalpable y más evidente la esencia huidiza de la “belleza del mundo” y la cualidad altísima y caduca a un tiempo de la alegría que de ello recibimos: como si al fijar en un absoluto expresivo la perfección de una hora que está a punto de desfallecer, hubiera querido preservarla de la insidia del tiempo, ese “veloz depredador de las cosas humanas”, que pronto la habrá “desecho”.
Mario Pomilio
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Nota: Aquí, como de costumbre, les dejo sendos libros sobre este Genio de todos los tiempos, la mayoría los he encontrado surfeando un poco por la red... y aquí se los pongo al alcance de un clic y lo único que espero a cambio es un simple comentario... ¿Es mucho pedir?.... ¡Espero les sean de mucho Provecho!
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Gracias por los libros! El blog esta muy bueno y lleno de rica información! Ñam ñam, estoy aprendiendo de manera autodidacta dibujo arte y pintura, solo porque asi lo deseo, sin expectativas. Y la info quhay en el blog es muy buena, ayy ya quiero leer todoo....
ResponderEliminarMe alegra muchísimo Ariadna! Esa es la idea aprender, aprender y aprender... y la forma como lo asumes es la mejor! Saludos! =)
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